Cuando intento recordar con precisión alguna película de Pablo Marín siento como si todo lo que me rodea se llenara de una neblina espesa hasta alcanzar el interior de mi cabeza. Me pierdo. Puedo identificar con facilidad ciertos rasgos –una imagen, una situación, la luz de una siesta– y además logro asociarlos y disponerlos a cada uno en su correspondiente película. Pero con eso no alcanza: hay que mirarlas una vez y otra para armar un rompecabezas que, ya terminado, me devuelve la imagen de otro rompecabezas con sus piezas desparramadas. No hay huella que me lleve atrás y que me permita llegar al fondo.
Entonces empiezo a considerar que una opción conveniente es entrar en su filmografía por cualquier parte y que esa parte deberá funcionar como un mapa posible hacia cualquier dirección. Cada parte funciona como la totalidad, cada una de ellas será la pieza fundamental del rompecabezas que, no obstante, tendrá infinitas dimensiones. Pero no hay que confundirse: esta mezcla y este supuesto andar a la deriva “sin ton ni son” no implican la llegada a un destino, sino el fluir en sí del camino que se recorre. Si me pierdo, pierdo el yo. Si yo me pierdo, gano el conocimiento. Pablo es conciente de que para que este método funcione (que no es otra cosa que su propia vida) es necesario actuar con lucidez en medio del torbellino; que lo importante no es responder a todos los interrogantes que se presentan sino que se puede acceder a una confusión más lúcida mediante la complicación de esos mismos interrogantes.

*Texto para programa de mano de Correspondencia reunida 2010-2011, Películas de Pablo Marín)
Octubre, 2011.
Sergio Subero